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jueves, 21 de julio de 2011

Los 47 años de una prisión sin celdas

Una broma entre soldados refiere que esto es Oaxtepec. Pero no. En esta cárcel del Campo Militar Número Uno hay 541 hombres y seis mujeres recluidos por quebrantar las reglas castrenses. Para sorpresa del visitante, tampoco hay custodios: el orden se basa en la obediencia a los superiores.


Los 47 años de una prisión sin celdas

Una broma entre soldados refiere que esto es Oaxtepec. Pero no. En esta cárcel del Campo Militar Número Uno hay 541 hombres y seis mujeres recluidos por quebrantar las reglas castrenses. Para sorpresa del visitante, tampoco hay custodios: el orden se basa en la obediencia a los superiores.
Si no fuera por la mirada de estos hombres, una mezcla de tristeza y rabia contenida, cualquiera creería lo que medio en guasa, medio en serio, dice el director de ésta, la principal y más grande prisión militar del país: “Aquí están como si estuvieran de vacaciones; hasta hay un chiste: si les preguntas ‘¿dónde estás?’ Te responden que en Oaxtepec”.
Las mismas miradas resignadas, sin brillo, aparecen en los espacios comunes que vamos recorriendo. Pero de repente sus ojos se tornan esquivos o se llenan de azoro cuando ven rota su rutina diaria por este grupo de visitantes que, cámara en mano, irrumpe en las mesas donde se disponen a tomar sus alimentos, los graba sobre los camastros de la enfermería donde convalecen de algún padecimiento o interrumpe la función de video donde ven, por cierto, una versión pirata de la última película de Harry Potter, estrenada en cines hace apenas cuatro días.
Pero no. A pesar de la limpieza, el orden y la tranquilidad que se respira en el lugar, no se trata de un centro vacacional. Los 541 hombres y seis mujeres recluidos aquí no están en Oaxtepec, sino en una cárcel, específicamente en el penal de la primera Región Militar, ubicada en el Distrito Federal.
Son reos procesados o sentenciados por delitos que quebrantaron la disciplina militar. El más común es la deserción, que se castiga con penas que van de dos a ocho meses de cárcel, pero hay también homicidas, torturadores, violadores, elementos ligados al narcotráfico e insubordinados. En total, el Ejército cuenta con tres prisiones: las otras dos se encuentran en Mazatlán, Sinaloa, donde alberga a 170 presos, y en La Mojonera, Jalisco, con 95.
Inaugurada por López Mateos
Levantada sobre 10 hectáreas que pertenecen al tristemente célebre (en los años 70, aquellos de la guerra sucia) Campo Militar Número Uno, la prisión cumple este mes 47 años. Fue construida junto a los juzgados y tribunales militares y está rodeada por una barda perimetral de piedra sólida de por lo menos seis metros de altura. En las esquinas hay cuatro casetas de vigilancia aunque me parecería imposible que alguien tratara de fugarse. “No se crea”, responde el general brigadier Carlos Munguía Martínez, director del penal. “Tengo conocimiento de que hace muchos años un par (de soldados) lo intentó y murieron atrapados en el drenaje”.
Para ingresar se depositan en la entrada los teléfonos celulares. Luego se pasa por un arco detector de metales y después por un cuarto de revisión, donde un soldado ordena colocar en la mesa carteras y objetos metálicos. El militar vuelve a preguntar al visitante si no lleva algún dispositivo para guardar información electrónicamente e indica que se quite los zapatos. Unos dedos expertos revisan la suela, el tacón y el interior del calzado. Y cuando el reportero está a punto de bajarse los pantalones para que le revisen la ropa interior, súbitamente entra al cuarto el general Munguía, apenado por la confusión, y rescata a su invitado:
—Lo perdí de vista, hombre —se justifica.
A este requisito, sin embargo, no escapan los familiares de los reclusos, que pueden visitarlos cuatro días por semana: martes y sábado, de 9 a 16 horas; los jueves y domingos son de visita conyugal, estado civil que debe estar debidamente certificado. Dentro de la cárcel hay un área de juegos para niños. Como sea, primera sorpresa, el ingreso es menos traumático que en otros penales.
Extensión del cuartel
Luego de pasar la aduana lo primero que encuentra el visitante es el área recreativa, la única que sí recuerda remotamente a Oaxtepec y donde se escucharán los únicos gritos de júbilo en todo el recorrido. Un grupo de presos trota alrededor de una lodosa cancha de futbol, mientras otro disputa una cascarita. Uno más se entretiene en un duelo de basquetbol; una pareja juega tenis y un pelotón de 72 internos, perfectamente alineados, practica el paso redoblado- flanco izquierdo- flanco derecho, en la obligatoria instrucción de orden cerrado que deben recibir todos los días.
“La prisión es una extensión del cuartel”, asegura tajante el general Munguía Martínez. “Por eso la instrucción militar se practica todo el tiempo. ¡Claro!, ellos lo hacen sin armas, pero los ejercicios los tienen que practicar obligatoriamente”.
Bajo esa lógica, la segunda sorpresa es la ausencia de custodios, personal externo a cargo de la seguridad y el orden entre los reos. En esta cárcel la vigilancia recae en los internos de mayor jerarquía y el resto de los presos está obligado a respetarlos y acatar sus órdenes. “En prisión no se pierde el grado”, explican los funcionarios del penal que acompañan el recorrido. “Un elemento de tropa le debe obediencia a un teniente y éste a un capitán, aun cuando todos estén recluidos”.
La aseveración se constata en la cuadra de ingreso, dormitorio “de paso” para los efectivos que acaban de llegar y deben esperar mientras se determina su situación jurídica. Este trámite no lleva más de cinco días. El encargado de esa área es un mayor que, al agradecerle por sus explicaciones, se despide con un “Dios te bendiga y recuerda que Cristo te ama”.
—¿Cuántos años lleva recluido este mayor? —pregunto por curiosidad.
—De ocho a nueve años. Debe andar por la mitad de su sentencia —me precisa el director del penal.
—¿Qué hizo?
—Es un homicida.
Celdas no convencionales
Tercera y última sorpresa: en esta prisión no hay celdas, por lo menos no como las convencionales. Los internos pasan la noche en dormitorios —edificios horizontales de una planta con dos filas de literas y una capacidad para 40 personas. Tras su rutina diaria, muy parecida a la de un cuartel, los reclusos regresan a los dormitorios a las 8 de la noche. A esa hora el lugar se cierra con candado y se reabre hasta las cinco y media de la mañana del día siguiente.
—Los críticos del Ejército dirán que esto es una cárcel para privilegiados —le comento a José Carlos Beltrán, coronel de Justicia Militar.
—Pues es una cárcel —responde con cierta impaciencia.
Las dos o tres veces que tocamos el tema, este abogado, por lo general calmado, se exalta y alza la voz: “El hecho de que una persona tenga garantías en prisión es porque no necesariamente tiene que sufrir. La legislación y los tratados internacionales prevén diversas garantías para cualquier persona que afronte un proceso o compurgue una pena. Son derechos fundamentales que no les podemos quitar. Un militar goza también de esos derechos y eso no implica que tenga privilegios.
“Sabemos que las prisiones civiles afrontan muchos problemas: corrupción, hacinamiento, falta de recursos, disciplina, orden, limpieza, inclusive, y aquí no. Aquí viven como manda la ley para que puedan cumplir los principios de readaptación social. Nosotros tenemos que procurar que nuestros militares estén en condiciones de reincorporarse a las unidades una vez que compurguen su pena”, concluye el abogado militar.
“Además —interviene el general Munguía Martínez—, todos los dormitorios son iguales, no hay una distinción por los grados de los detenidos.
“Todos tienen la misma condición y, por lo mismo, deben vivir igual, bajo el mismo régimen. Se distribuyen y separan según el momento del proceso en que se encuentran, pero todos están en las mismas condiciones.”
El cepillo y la sierra
La reinserción es una palabra que se repite en todo el recorrido, que dura alrededor de cuatro horas. Especialmente al pasar por la zona de talleres, donde los reclusos aprenden oficios como carpintería, artesanías con madera, repujado de aluminio y cerámica.
“El reo se mantiene ocupado y aprende un oficio —explica el director de la cárcel—, independientemente de que obtiene un beneficio económico por la venta de sus productos. El dinero es para sus gastos o para su familia, pero lo mejor es que, cuando cumple su condena, sale con deseos de trabajar y con un oficio nuevo”.
No obstante, aun entre esa gente concentrada en el ir y venir del cepillo sobre la madera, o atenta al ruido ensordecedor de la sierra eléctrica, o al olor de los solventes para fijar la pintura en la cerámica, persiste la misma mirada indolente de aquel que tiene su libertad coartada.
La sensación se agudiza al llegar a la pequeña área femenil de la prisión. Las internas visten el mismo uniforme reglamentario que los hombres: pantalón azul, camiseta blanca, camisola azul y gorra. Por ser tan pocas sus dormitorios son más exclusivos: sólo cuentan con una cama y una litera. Además, por una deferencia del director, tienen un pequeño televisor que pueden ver una vez que quedan encerradas al caer la noche.
Por lo alejado, ese pabellón cuenta con su propia caseta telefónica, a diferencia del área masculina, donde se alinean cinco cabinas. Ambos grupos tienen derecho a una llamada gratuita de cinco minutos, rigurosamente cronometrados, al día. En el caso de las mujeres, un buen comportamiento les da derecho a otra llamada siempre que la autorice la dirección.
Pero sin importar el sexo, el agobio de estar encerrado semanas, meses, años, se refleja —sobre todo— en sus miradas.
- Claves
Rutina carcelaria
• 5:30 horas: se abren los dormitorios; el recluso comienza su aseo personal y la limpieza del área circundante a su litera.
• 7 horas: desayuno; 8 horas: pase de lista; luego, honores a la bandera. Posteriormente, una hora de instrucción militar y asistencia a los talleres de oficios, hasta el mediodía, cuando inician las actividades deportivas.
• 14 horas: segundo rancho del día y luego actividades (talleres, conferencias y lecturas) hasta las 18 horas.
• 19 horas: cena; 20 horas: regresan a los dormitorios.
Roberto López


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